El “Jardín Extraordinario” de Claude Monet en Giverny

Observar cada detalle, cada relieve, cada matiz de cada planta. Admirar los reflejos que el cielo proyecta en el agua, dejarse embriagar por las fragancias que inundan los caminos… Pasar un momento en Giverny, feudo del pintor Claude Monet (1840-1926), es penetrar en un mundo en el que el arte de la botánica y el arte de la pintura se unen para transformarse en magia. Impresionante…
El “Jardín Extraordinario” de Claude Monet en Giverny
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¿Un jardín con flores?, ¿para qué? Corría 1883 y las 279 almas que poblaban el pequeño municipio normando de Giverny no salían de su asombro. El pintor que alquilaba “Le Pressoir”, una casa enlucida de rosa con postigos grises, quería plantar flores… Y es que, a finales del s. XIX, solo los huertos tenían algún valor. ¿Las flores? Qué inutilidad…

Claude Monet, no obstante, permaneció indiferente al sarcasmo mientras iba dando forma a su “Clos Normand”, el jardín florido que creó frente a la casa comprada en 1890. Uno de los primeros elementos: un camino cubierto de arcos colocado para que los rosales trepadores pudieran crecer a sus anchas. La idea era crear perspectivas, relieves, para luego plasmarlos en los lienzos.

Tres años después, y tras comprar una parcela de 1 300 m2 por debajo de su finca, el pintor decide crear un “Jardín de Agua”. Para ello utiliza un saetín usado para mover dos molinos de la zona con agua procedente del Ru, uno de los brazos del Epte. Los habitantes siguen escandalizados: todas esas especies extrañas –peonias arbustivas, prunus y arces importados de Japón, ginkgo biloba, bambús, lirios amarillos, azucenas y nenúfares– ¿no eran acaso una amenaza para el ganado?

Pero Monet sigue haciendo oídos sordos a tanto remilgo e, inspirándose en las estampas japonesas que colecciona, manda construir en 1895 un puente de color verde azulado que corona con arcos de los que cuelgan olorosas glicinias. En 1901 agranda su estanque tras haber comprado 3 700 m2 adicionales y haber obtenido permiso para desviar las aguas del Bras Communal (o “brazo municipal”).

Orfebrería

Si este pueblecito atrae, más de un siglo después, a gentes de los cinco continentes es porque Claude Monet vivió en él a lo largo de 43 años, pintando incansablemente obras maestras que hoy son el orgullo de museos de todo el mundo. Giverny porta por siempre su huella: las amapolas crecen por delante de coquetas fachadas adornadas de flores y un museo dedicado a los impresionistas surge entre parcelas de flores organizadas por colores (blanco, azul, amarillo, rojo…).

La casa de Monet sigue siendo rosa. Los postigos, sin embargo, hace cien años que cambiaron la tristeza del gris por la viveza del “verde Monet”, el mismo que caracteriza el emblemático puente japonés. Michel, hijo de Monet fallecido en 1966, legó la casa familiar a la Academia de Bellas Artes y hoy es una fundación la que se encarga de administrarla.

En el jardín multicolor prosperan, mes tras mes, estación tras estación, plantas vivaces, anuales o bienales que hay que plantar, trasplantar, sembrar, esquejar… En total, son 10 los jardineros que trabajan bajo la dirección del maestro de orquesta, Jean-Marie Avisard, quien lleva 32 años viendo crecer los jardines: “El sauce llorón al fondo del jardín, el haya purpúrea, los bambús y las glicinias son de la época de Monet –nos cuenta. Todo lo demás ha sido recreado a la manera de mediante pequeños toques de color”.

Cuando entre 1977 y 1980 se llevó a cabo la renovación del jardín, una lista del jardinero Georges Truffaut publicada en una revista de horticultura de 1924 y las descripciones de la princesa Matsukata Kuroki, la cual solía regalar semillas a Monet, sirvieron para imaginar el jardín tal y como debió de ser.

Jean-Marie Avisard fue a Japón, a la isla de Daikonjima, para visitar el vivero Yushien, especializado en peonias arbustivas y proveedor ya en su época del propio Monet. Las ninfeas del Jardín de Agua, por su parte, siguen comprándose en los viveros Latour-Marliac, en Lot y Garona. Fue Joseph Bory Latour-Marliac quien, en 1875, logró hibridar nenúfares –hasta entonces solo blancos– para conseguir producirlos en diferentes colores: amarillo, rosa, púrpura, violeta…

Universalidad

La que sucedió después pertenece ya a la historia del arte. Monet, al que la palabra nenúfar no le gustaba, rescató el término latino “ninfea” para referirse a sus flores acuáticas. Cada mañana, antes de que el pintor apareciese con su caballete, un jardinero subía a una barca para quitar el hollín que el ferrocarril que pasaba entre los dos jardines había ido depositando sobre hojas y flores. Las vías del tren hace tiempo que dejaron su sitio a la carretera nacional y un paso subterráneo une ambos jardines, pero, aún hoy, hay un jardinero que sigue cuidando desde su barca de la limpieza del estanque. “Las ninfeas crecen muy rápido –nos explica Jean-Marie Avisard–, por eso hay que cortar y recortar cada grupo para formar manchas perfectamente redondas como las que se ven en los cuadros.”

Apenas firmado el armisticio que puso fin a la I Gran Guerra, Monet donó al pueblo francés una serie de ocho composiciones de 200 m2 conocida como Les Grandes Décorations de Nymphéas. Fue entonces, y con el fin de albergar lo que muchos consideran el testamento pictórico del artista, cuando el museo de la Orangerie nació como tal. El interior está bañado de luz natural por voluntad del propio Monet, quien supervisó la construcción de estas inmensas salas ovaladas que, unidas, forman el símbolo del infinito. Aureoladas de sol o de bruma, a la luz o en la sombra, estas ninfeas están exactamente en el lugar en el que deben estar. Al igual que las de Giverny.